Diario de Sevilla, 31.05.2016. Por José León Calzado. Casi un siglo cumple hoy la impactante visión de la Esperanza Macarena vestida de luto implacable por la muerte de Joselito El Gallo. La estampa, controvertida en su día y convertida ahora en icono, fue la conclusión de unos acontecimientos que dieron mucho para escribir, comentar y también eludir. Pronto la historia adquirió un carácter semilegendario, donde ficción, silencio y realidad hicieron del relato una de esas narraciones imprescindibles de la mitología sevillana.
Si la Sevilla civil señaló su pesar por la tragedia de Talavera significando su identidad histórica con los crespones sobre los Hércules de la Alameda, la Sevilla espiritual no fue menos al celebrar los funerales del diestro en la Catedral, con la misa de Eslava y el tañido de la Giralda. De ello se encargó el canónigo Muñoz y Pabón, quien recibió tantas críticas como apoyos por la magnificencia regia de las exequias. Pero la pluma de oro colocada junto a las mariquillas regaladas por el de Gelves supo a poco y los funerales anunciados por la Hermandad de la Macarena en honor de su consiliario y mecenas fueron vistos como la ocasión idónea para ratificar la postura gallista.
La mañana del 31 de mayo se celebraron en San Gil las honras fúnebres por Joselito, siendo presididas por Muñoz y Pabón y oficiadas por Sebastián y Bandarán. La notable concurrencia quedó sobrecogida al contemplar la decoración luctuosa en la que sobresalía un esbelto catafalco levantado en la nave central. Presidiendo el altar mayor, impactó la Virgen de la Esperanza que, ataviada por Rodríguez Ojeda con la ayuda de la camarera Carmen Rodríguez, lucía un luto inédito con el que manifestaba el dolor como parte del rito social vivido aquellos días.
Por ello, Juan Manuel no recurrió a la solemnidad lúgubre del atuendo decimonónico de las dolorosas que conoció en su juventud, sino que la arregló según la costumbre de las damas de la época, como se percibe al compararla con las ilustraciones de las revistas de moda. La I Guerra Mundial había revitalizado la indumentaria de luto femenino, que entonces se medía en luto ligero, medio luto y luto riguroso. Este último, reservado a las viudas y madres, fue el escogido para la Macarena según se aprecia en el crespón, en la ausencia de brillos y ornamentos, en la puntilla de los puños y cuellos y en el velo negro “a la americana” sobre capota, que enmarcaba el rostro en forma cuadrangular. Esta severidad doliente quedaba subrayada por la corona, cuya ejecución fue posible gracias a Joselito y por la disposición de las manos unidas sosteniendo el pañuelo regalado por Fernando, el viejo Gallo, a su regreso de América. Sorprende comprobar cómo bajo las telas oscuras la Virgen estaba vestida al traslucirse los bordados de la saya. Lejos de ver aquí la improvisación del momento, puede interpretarse como un recurso simbólico de velar la imagen al modo del duelo litúrgico propio del Viernes Santo.
Sólo permaneció así aquella jornada, lo suficiente para conmocionar al gentío y para producir no pocas molestias en la jerarquía eclesiástica local. Aunque no tenemos más constancia de ello que la tradición oral y lo escrito años después por Chaves Nogales, la censura existió, pues, a diferencia de los medios nacionales, la prensa local sí obvió el atuendo de la Virgen en sus crónicas. Ya era tarde, el famoso primer plano fue fotografiado por Ángel Montes, siendo retocado por Castellano en el estudio que ambos poseían en la calle Feria y copiado al instante por Serrano para publicarlo por primera vez en Mundo Gráfico diez días más tarde.
Durante la posguerra, la cofradía de la Macarena recibió recomendaciones para moderar la idiosincrasia populosa y festiva del primer tercio del siglo XX. En este esfuerzo hubo quien desmintió estos hechos y defendió manipulaciones fotográficas, negando el luto riguroso que vistió la Virgen. Todo fue en vano, la historia de su génesis ya se había convertido en leyenda, poniendo de manifiesto el valor sentimental que adquirió. La Macarena de luto fue la materialización de un dolor colectivo, el colofón simbólico de la retórica sevillana ante la heroicidad y el drama expresada en aquella imagen, que paradójicamente resultaba tan imposible como humanamente cercana. La visión realista de la Esperanza enlutada había quedado perpetuada en el mausoleo de Benlliure, en los versos de Alberti y Rafael de León y en los elogios de Muñoz San Román, que así la reconoció como la verdadera Madre Dolorosa sevillana. La ciudad se vio en el dolor humano que Rodríguez Ojeda supo otorgarle con su vestimenta y, de este modo, fue glosado por López Alarcón al cantar las lágrimas de verdad que en aquella ocasión estrenó la Macarena.