Mi padre, los toros y el Papa
ABC, 22/04/2021. Por Inocencio Arias. Perdí a mi padre cuando acababa de cumplir nueve años. Mis recuerdos son vagos; su voz desapareció. La capa que llevaba asiduamente, su porte, los tengo más presentes. Sin embargo, las escasas imágenes que conservo de él están relacionadas con el toro. Había sido belmontista y se prendería de Manolete. Notario, en su oficina en Huéscar comentaba hazañas del monstruo cordobés con Pepe el primer oficial escuchando respetuoso, mientras que yo, futbolero, peloteaba con el mecanógrafo Fermín.
Fermín, ¿sevillista?, piropeaba a la delantera ‘Stuka’, López, Pepillo, Campanal… que yo coleccionaba en cromos. Aunque me hubiera gustado parecerme a Campanal, mis ídolos eran Zarra y sus leones.
El fútbol resultaba extraño para mi progenitor que paladeaba los toros. La primera foto
que conservo de él es en la desvencijada plaza de Huéscar. Debe ser en Feria, mi padre con sombrero, trajeado con chaleco donde despuntaba la estilográfica, mi madre, requetepeinada, mi hermano y yo endomingados. Estamos en primera fila, antes del paseíllo. En el primer toro, para mi sorpresa, el novillero se aproximó a nuestro tendido, con la respiración entrecortada y un poco desencajado porque el novillo lo acababa de voltear aparatosamente, farfulló tímidamente un brindis dirigido a mi padre que no entendí. Mientras el chaval bregaba sin jindama con el corniveleto noté que mi padre metía algo (¿un billete de 100, de 500 pesetas?, ¿cuánto sería eso en 1947?) en el forrillo deshilachado de la montera que mi madre acunaba en su falda. Le pregunté qué estaba haciendo mi progenitor. La respuesta fue concisa : «Nene, cállate ahora. Luego, luego…»
Nunca me enteré del importe del billete ni tampoco de la relación de mi padre con el diestro, tal vez lo del notario aficionado imponía a un mocico que empezaba a jugarse la vida en la ruleta de la dura España de los cuarenta.
Posteriormente mi madre me diría que aquello le serviría para «mercarse» un traje (¿de luces?, ¿ de domingo?)…, que un torero debía ir elegante sin alharacas.
Me entró el misterio del ruedo. Mi padre lo alimentaba. Aficionado a la historia, me chafardeaba sobre los reyes godos, gustaba del tema, distinguiendo los avatares de Recaredo de los de Wamba o Witiza. Ahora, se adentraba en detalles de Pedro Romero que me deslumbraban, había matado 5.500 toros y nunca, en treinta años de matador, había pisado una enfermería, si lo decía mi padre, notario, debía ser verdad, de ‘Illo’ que había inventado la suerte ‘de frente por detrás’, del arte y la gracia de los chascarrillos del Guerra —al que debía conocer porque un señor de Huéscar era su yerno, su nieto era de mi peña— y de la hondura del pasmo de Triana.
Ahí se despertó mi interés y mi afición. Ya en el Nodo me sabían a poco los goles de Zarra y las raudas faenas de Manolete o Arruza. Quería más.
Agosto del 47 arroja otra instantánea impactante de mi padre. Veraneábamos en Alicante y mientras desayunábamos bajó a comprar la prensa. Volvió pronto. Tenía el ABC abierto y repetía horrorizado: «No puede ser…». Podía, lamentablemente. Islero había matado a Manolete en Linares, lo inconcebible había ocurrido. Mi padre devoraba lo de los doctores Jiménez Guinea y Tamames, que el miura lo cogió en el quinto…, mientras precipitadamente musitaba, mi madre asentía con los ojos humedecidos, que iba a verlo ese otoño, en Zaragoza o Granada y que un disgusto de su vida era no haber viajado a Alicante para la corrida de 1943 en que Manolete cortó cuatro orejas, dos rabos, no sé si una pata a los morlacos ‘Afligido’ y otro.
Absorbí entonces la palabras afligido, vena safena, manoletina espeluznante, quirófano… Esa tarde, en un café de la Explanada, mi padre y otro veraneante ponderaban si se habría salvado si la cogida hubiera sido en Madrid o Barcelona, si se había confesado, si su novia, Lupe Sino —aprendí el nombre—, lo vio al final o no. Cogí el periódico en la siesta y esperé ávido el nodo la semana siguiente.
Más tarde recordaría a mi padre en el Vaticano. Un novillero, Víctor M. Blázquez, apoderado por mi paisano Parra, me brindó un toro en Las Ventas, me pregunté si mi padre estaría tan orgulloso de eso como de que fuera Subsecretario; me sorprendió el gesto y no era cuestión de mandarle un sobre con 5.000 pesetas. Por mi cargo sabía que iría a Roma en la canonización de Fray Junípero Serra en la delegación que presidió Pons. (Más conocedor de la grandeza del fraile mallorquín que algún descerebrado paisano suyo). Compré una medalla de la Virgen de la Paloma.
Concluido el acto, Juan Pablo II departió en la sacristía con nosotros. Pregunté al Embajador cuándo sería adecuado pedir al Papa que bendijera mi medalla. Mi compañero se aterró, «por favor, no me rompas el protocolo, no procede». Lo oí educadamente sin asentir. Yo ya había estado con Oreja en la delegación que se había cargado el concordato de la época de Franco, había ido con Calvo Sotelo y Pérez Llorca a recibir al Pontífice en el norte y era consciente de que el Papa, humano, sencillo, no era protocolario. Cuando llegó a mi altura y Pons me presentó, le dije en francés que él dominaba: «Santidad, ¿podría bendecir la medalla? Es para un torero». «Comment?», preguntó. «C est pour un torero», reiteré. Sonrió comprensivamente y dijo: «Ah, oui… Il en a besoin». («Sí, lo necesita»). Nunca olvidaré la cara del Papa e intuí que mi padre, embutido en su capa, habría aplaudido. A los dos.