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Plaza de Toros de Las Ventas

Viernes, 2 de unio de 2017

Corrida de toros

FICHA TÉCNICA DEL FESTEJO

Ganadería: Toros de Domingo Hernández tres cinqueños (4º, 5º y 6º) buenos, grandes, mucha cornamenta y astifino el 4º, de juego desigual, excelentes el 3º y el 6º.

Diestros:

Enrique Ponce: de pizarra y oro. Metisaca, estocada (oreja); pinchazo, media (oreja).

David Mora: de tabaco y oro. Estocada caída, aviso (saludos); estocada, dos descabellos, aviso (saludos).

Varea: de hueso y oro. que confirma alternativa, estocada, ocho descabellos (silencio); pincahzo, estocada, aviso (silencio).

Entrada: lleno de No hay billetes (23.624)

Galería de imágenes: https://www.facebook.com/pg/PlazaLasVentas/photos/?tab=album&album_id=1310216449074464

Video: http://vdmedia_1.plus.es/topdigitalplus//20176/2/20170602225015_1496436697_video_2096.mp4

Crónicas de la prensa:

ABC

Por Andrés Amorós. Dos lecciones magistrales de Enrique Ponce en San Isidro

Nueva tarde de lleno y expectación en la única corrida de la Feria que torea Enrique Ponce, la máxima figura. Una vez más, dicta dos lecciones magistrales, pone en pie al exigente público de Madrid, corta una oreja a cada toro (hubieran sido tres o cuatro si los mata a la primera) y abre la Puerta Grande A sus 42 años y 28 de alternativa, Ponce conserva intactas la afición y la ilusión, está toreando mejor que nunca: no es retórica, se está comprobando casi todas las tardes. (Un ejemplo: en Córdoba, hace un par de días, recibió a su segundo con una larga de rodillas, algo tan lejano de su repertorio).

De los toros de Domingo Hernández, que toman antigüedad en Las Ventas, cuatro pesan más de 600 kilos: sacan casta y son excelentes tercero y sexto.

El castellonense Varea mostró pronto su estética personal; también, su irregularidad y los problemas con la espada. Triunfó, este año, en la Feria de su tierra. El primero se viene fuerte en banderillas pero se para pronto. Varea, más artista que dominador, no logra remontar la faena y da el mitin con el descabello. Hace el esfuerzo en el sexto, muy encastado, bravo y exigente (no es fácil estar a su altura); por la izquierda, embista muy largo y Varea logra algunos buenos naturales. .

Tercera actuación de David Mora: en las anteriores, vivió las dos caras de la moneda. El tercero, un toro magnífico, arrea mucho y Ángel Otero se la juega, con gran mérito. El toro transmite mucho, se come la muleta. La faena de David es desigual, con algún susto. Entrando de lejos, la espada queda baja. Saluda Antoñares en el quinto, algo rebrincado. Mora le baja la mano, logra algunos muletazos y mata volcándose sobre el morrillo, a cambio de una voltereta.

Una vez más, Ponce marca diferencias. El segundo sale suelto, huído. Enrique lo recoge, rodilla en tierra, y traza verónicas que acaban en la boca de riego. Lo lleva prendido en la muleta, desmayando la figura, jugando sólo la muñeca, con un sutil giro de cadera. Dos cambios de mano extraordinarios y la preparación para matar, con bellísimos ayudados, ponen al público en pie. Mata a la segunda y se queda en un trofeo: la faena, admirable, era de dos. El cuarto, bonito de capa, muy veleto, puntea, pega tornillazos, echa la cara arriba, se queda corto. Con paciencia y sabiduría, le va sacando todo lo que el toro pueda tener; por dos veces, logra el pase de pecho a la tercera, después de que el toro se le pare por completo . Corriendo la mano magistralmente, el derechazo se convierte en circular. El abaniqueo final, a lo Antonio Bienvenida, vuelve a poner al público de pie. Mata regular, a la segunda: el único lunar. La mayoría de pañuelos consigue el trofeo, que algunos protestan. Pero el saludo en el centro del ruedo y la salida en hombros son clamorosas: la cumbre de un maestro en plenitud.

Una vez más, Ponce ha deslumbrado a todos por su difícil facilidad: lo que todos quisieran y muy pocos consiguen; el privilegio de los más grandes. (Ya Cervantes se burlaba de los poetas que, para hacer versos, “sudan e hipan”). En sus manos, todo es suavidad, claridad, armonía: el ideal del arte clásico.

POSTDATA. El sexto toro de esta tarde se llama “Granaíno”, igual que el que hirió a Ignacio Sánchez Mejías. Por no mencionar su tierra natal, García Lorca omitió el nombre, en su “Llanto”. En la cubierta de José Caballero, junto a un sol y unos angelitos, eligió esta inscripción: “Lo mató un toro de la ganadería de Ayala”. Y, luego: “Lo recogió la Blanca Paloma”; es decir, la Virgen del Rocío. (Primero había pensado: “Lo recogió la Venus Tartesa”). Ya forma parte de la historia. Como esta tarde de Enrique Ponce.

La Razón

Por Patricia Navarro. Un buen Ponce abre la Puerta Grande sin delirio

Hay que echar la vista muy atrás para recordar una corrida de Garcigrande completa en Madrid. Volvió con Plaza 1 al mando. Como decide Enrique Ponce regresar cada San Isidro con cuentagotas a jugarse la reputación isidril a una carta. No perdió el tiempo con “Libertino” y de salida se estiró a la verónica y meció la embestida después con chicuelinas de manos bajas. Ocurrió todo en el tercio, cerca del tendido 1 después, por la derecha, tan en la verticalidad que podríamos hablar de rectitud, todo muy suave, ligado en un palmo de terreno porque eran medios muletazos que unidos unos a otros se convertía en un sólo pase camino a la eternidad. Bueno era el toro que se lo tragaba, que perseguía el engaño, que quería muleta con nobleza y codicia. Por ahí fluyeron los mejores momentos. Cuando se puso al natural, no cuajó la cosa, pero supo reconducirla, alcanzar el éxtasis y la comunión con el público en el ocaso genuflexo con pases airosos y uno extraordinario, en el que la plaza estalló. Un metisaca precedió una buena estocada, pero la oreja se le pidió y se le entregó. Cambiaba el rumbo de la tarde ya en el segundo, la Puerta Grande a medio abrir para Enrique Ponce. Palabras mayores. Un pavo de infinitos pitones era el cuarto. Eso no acababa nunca. Tremendo. Pero el toro, que era noble, tenía nulo poder por lo que quiso ir a la muleta con lo justo o menos. No se veía faena pero Ponce tiró de veteranía, de ir metiéndole poquito a poco en vereda, en faena, engañándolo o desengañándolo y logró hacer cómplice al público también. No fue faena de altos vuelos, era imposible con ese material, pero puso todo de su parte. Y más. Había multiplicado el pan y los peces. Un pinchazo precedió a la estocada. Y la gente entregada le pidió la oreja. Y le dio el presidente la llave del trono de Madrid: la puerta grande. La gloria anhelada. Y se levantaron las protestas como quien levanta en armas no en contra del torero, pero sí en defensa del territorio intocable por el que muere y mata todo el que algún día soñó con esto. El templo sagrado…

Se le fue al pecho por el derecho nada más salir el tercero. Fue después su pitón bueno. David Mora lo aprovechó en las dos primeras tandas. Explosivas. De comunión con el público. Hervía Madrid. Bullía. Hasta que cogió la muleta con la zurda y de pronto se deshizo el hechizo. No hubo el entendimiento perfecto, no encontró lo tiempos ni la distancia y el toro se vino abajo. Retomó el camino diestro, en busca del rumbo de la felicidad y el toro había bajado revoluciones pero tenía todavía buen aire, quedó la voluntad, el querer. Antes de entrar a matar, se cruzó en los terrenos, y la colada volvió a ser tremenda. Sabor raro se nos quedó. Movilidad aunque más derrotón tuvo el quinto, pero tenía largo el viaje. El viento se cruzó en el camino y el toreo no fluyó en la faena. Le cogió feísimo al entrar a matar en la rectitud a Mora.

Varea confirmó con Rocoso, que llevaba en su estructura 615 kilos o eso decía la tablilla. Demasiado para su cuerpo. Demasiado para casi cualquier cuerpo. El toro de Domingo Hernández quería, medio andaba por allí, pero nada decía que pudiera transportarnos a otra dimensión, aunque fuera a la del entretenimiento. Sí fue el sexto importante por la movilidad, repetición y transmisión más que la entrega. El viento molestó un infierno y su toreo periférico se interpuso junto a la falta de oficio. Se enfriaba aquello. Y de qué manera.

El Mundo

Por Vicente Zabala de la Serna. El magisterio de Enrique Ponce se inventa una amplia Puerta Grande

Tercer cartel de “no hay billetes” consecutivo. Al reclamo de Enrique Ponce como padrino de confirmación de su paisano Varea acudió una marea de gentes de Valencia. El calor bochornoso propio de su tierra en Madrid. Ponce toreó como si jugara en casa. Tan relajado. La presión de 27 años de exigencia máxima olvidada. Y por los mismos años el poso macerado del tiempo. Un gozo en las verónicas dibujadas e inconexas por cuanto se soltaba Libertino. Qué buen toro se anunciaba cada vez que humillaba en el lance; 618 kilos de armoniosa hondura. Un volatín en la brega de Jocho contó tanto o más que un puyazo. El sabio de Chiva ordenó apenas castigarlo en el último encuentro con el caballo. Las chicuelinas de manos bajas habían desembocado en una bella media a pies juntos y en una catarata de olés. El manantial acababa de brotar. Una pajarita de esmoquin adornaba el retrato de Enrique Ponce en el programa como presagio de la sinfonía. Probada la embestida en la obertura de suave contacto, la maestría de la naturalidad en su mano derecha. Entre las rayas para evitar los golpes de viento. Relajada la verticalidad, caídos los hombros, la muleta sedosa. Un trío de tandas casi sin vaciar el muletazo. Como una noria con el torero como eje. Un cambio de mano superior como broche. Justo antes de que por la izquierda ni el toro ni el toreo siguieran la pauta. Como perdida en un impás, por un compás, la distancia. La obra se sublimó de nuevo por el mejor pitón: Ponce genuflexo bordó una coda de derechazos de inmensa profundidad. De una flexibilidad rotunda. Un nuevo y soberbio cambio de mano dinamitó la plaza. Literalmente en pie con el valenciano balanceándose. Un pinchazo no se interpuso en el camino de la oreja. No hubiera sido justo.

La insaciable ambición poncista siguió a por todas con un burraco de imponente testa veleta. Un punto alirada. Suelto de carnes. Trémula la fuerza. En el límite del pañuelo verde. El presidente aguantó entonces. Luego no. Enrique Ponce se inventó una faena que no había. Respirando valiente su cabeza socrática. El toro se defendía por impotencia. Y soltaba algún derrote. No por maldad. Aunque a veces se venía por dentro. Ponce le consintió, lo sostuvo, lo exprimió. Casi de uno en uno al final con los medios viajes. Descarado y enfrontilado. Vendiendo la puesta en escena. El sitio pisado. Largo y a conciencia el maestro. Un aviso tras un pinchazo. Se difuminaba la posibilidad del trofeo. Pero tras una media estocada tendida la pañolada se desató. Como si no hubiera mañana. Cedió el palco al Reglamento a la mayoría. Es de suponer el argumento. Todo el mérito del mundo para EP, para su carrera y su historia. Por encima del toro, del bien y del mal. Mas la Puerta Grande se hacía excesiva ayer.

Como uno de los toros de San Isidro menos reconocidos pasará Inclusero, lidiado como segundo de Domingo Hernández. Bravo de verdad. Y bueno tela. Por su manera de emplearse en el peto -le dieron estopa hasta en el DNI-, por su galope en banderillas, por su prontitud, alegría y, sobre todo, por ese fondo de hacer de su embestida una maravilla en la muleta. Sólo que la muleta era la de David Mora y tampoco hay mucho más que decir. 20 minutos estuvo embistiendo incansable Inclusero. ¡Y con sus 679 kilos a cuestas! Un portento. De vuelta al ruedo en el arrastre de lucir otro hierro. Domingo Hernández hubiera tomado antigüedad con todos los honores. Y, aun sin premio, la toma de la Bastilla de Las Ventas, tan poco favorable, merece un reconocimiento mayúsculo.

A David Mora lo cogió a la hora de matar el zancudo quinto para matarlo. No pasó milagrosamente nada. Y desgraciadamente tampoco en la faena. Se dejó el toro sin excelencias. Muy manejable. Sin la nota del anterior del lote de Mora ni mucho menos.

Fue buen toro también el de la confirmación de Varea. Casi un caballo con culata de Rubens. El primero de cuatro por encima de los 600 kilos. Varea pasó dignamente a falta de una apuesta sólida, siempre con el abuso del pico.Y al sexto, que cerraba la triada última de cinqueños, le desbordaba la casta. Otro puntal del corridón de Domingo Hernández. No fácil en sus principios con el hándicap añadido del viento. Pero Granaino acabó dándose de manera más atemperada por el izquierdo. Como por desgaste sin gastarse. Por abajo siempre. Toro importante de veras. A Varea, tan escasemente toreado, le vino amplio.

Marca

Por Carlos Ilián. Un Enrique Ponce total y puerta grande que chirría

El interrogante del titular se despeja fácilmente: puerta…exagerada, que se abrió para Enrique Ponce por una oreja que en Madrid chirría. Esa oreja, después de un pinchazo y un sablazo tendido nunca puede concederse en esta plaza. ¿Queda claro?. Y también queda claro que en comparación con las que han cortado Morenito de Aranda, David Mora, Roca Rey y Miguel Ángel Perera, me resulta más digestiva.

Para cerrar el capítulo de la dichosa oreja hay que reconocer a Enrique Ponce su laboriosa faena ante el espectacular toro burraco de Garcigrande, que, de paso, ha venido a Madrid con grandeza y calidad. Toro en el límite de su fuerza, el toro ideal para la técnica de este torero. Faena de recursos y mucho cerebro. Y en la exhibición del Ponce total, su primera faena con cadencia en las verónicas y temple en la muleta, enroscándose al toro pero de patita retrasada. ¿Quedamos?. Y final a lo Ponce, flexionando la pierna de apoyo para torear por bajo y encandilar a la gente. Lo dicho, Ponce total, al 100%.

David Mora se dejó ir el toro de la tarde , el tercero, un Garcigrande de inmensa calidad al que trapaceó en una faena atolondrada. En el quinto no superó el genio del toro. Varea, ay Varea, de aquel novillero que nos deslumbró en una feria del Pilar, al de ayer en su confirmación, hay una abismo cósmico. Tiró líneas y pasó de puntillas.

El País

Por Antonio Lorca. Bullanguera y muy vergonzosa puerta grande para Ponce

La fiesta de los toros se hundió ayer en la sima de las miserias de la tauromaquia moderna y la plaza de Madrid se convirtió en una portátil. Enrique Ponce salió a hombros por la puerta grande después de cortar una oreja al cuarto de la tarde tras una faena de enfermero jefe a un toro inválido -una labor irregular, cuajada de altibajos-, al que, además, mató muy mal de un pinchazo y una media tendida. Pero el público, borracho de generosidad, sacó los pañuelos y el presidente no tuvo más remedio que mostrar el suyo.

Así quedó consumado unos de los más grandes bajonazos a la grandeza, pureza e integridad de la fiesta en la que llaman primera plaza del mundo.

Si había alguna duda sobre la decadencia del espectáculo taurino, y si la había sobre la peligrosa y degradante evolución del público de Madrid -desde la exigencia al derroche-, ayer quedaron suficientemente disipadas. Es verdad que Enrique Ponce es un hombre que cae bien, con cara de buena persona, y es, además, un grandísimo torero con una brillante hoja de servicios. Le adornan unas condiciones excepcionales como figura, y, en especial, una inteligencia fuera de lo común. Pero es, también, el más conspicuo representante del toreo moderno, consistente, fundamentalmente, en la ausencia de toro bravo, en la capacidad para templar la dulce embestida un animal bonancible y la presencia alborotada de unos tendidos generosos. Y ese tipo de toro y de toreo, además, es el que gusta a los públicos que acuden hoy a las plazas. Pues, muy bien.

Esas tres condiciones se hicieron presentes en Las Ventas y propiciaron el muy mediocre triunfo de Enrique Ponce.

La plaza de Madrid fue poncista de principio a fin. Jaleó desmesuradamente cualquier detalle del valenciano desde que se abrió la puerta de cuadrillas, se emocionó con pasajes sin contenido, creyó ver dos faenas de época y pidió las orejas con pasión. Increíble, pero cierto.

Increíble, porque el primer toro de Ponce fue un animal nobilísimo, un artista de nacimiento, que, en pura lógica, necesitaba de un torero que entendiera sus cualidades. Y Enrique es el torero perfecto para estas ocasiones. Se lució, primero, a la verónicas y, después, en un templadísimo quite por chicuelinas con las manos bajas. Comenzó por bajo la faena de muleta, y la gente mostró ya su entusiasmo en esos primeros compases. ¡Qué receptivo está hoy Madrid con Enrique!, comentó satisfecho el vecino valenciano. La tanda siguiente fue de redondos desmayados, de esos que acompañan estéticamente la embestida y no mandan nada, y otros tres casi circulares, demostración palpable del temple del torero. Más compases desmayados, no dijeron nada -toro y torero- con la izquierda, y unas poncinas finales desataron la locura colectiva.

Una faena bonita, sí señor, muy bien vendida, además, por el maestro, pero el toreo es algo más -debe ser algo más- y comienza por la presencia de un toro con todas las de la ley. Los tendidos, enardecidos como pocas veces se ha visto en esta plaza, pidieron la oreja después de un pinchazo, y Ponce la paseó con la satisfacción de gran triunfador.

Quedaba lo más difícil; mantener el entusiasmo, y la primera impresión fue muy negativa. Descarado de pitones era el cuarto, pero muy falto de fuerzas. Pero también Ponce es experto en toros terminales. No le resultó fácil la labor porque el animal se negaba a pasar y tiraba derrotes que enganchaban la muleta y deslucían la labor del torero. Demostró Ponce su experiencia en estas lides médicas y, mal que bien, le robó algunos muletazos que a la gente, con la euforia desatada, le supo a gloria bendita. No hubo nada, no hubo faena, sino una labor profesional de un señor con oficio ante un moribundo. Pinchó una vez, sonó un aviso, dejó después una media fea y muy tendida, y cuando el toro cayó sucedió lo sorprendente e inexplicable: otra oreja. Se lo llevaron a hombros y la gente contaba maravillas nunca vistas, mientras Las Ventas quedaba herida para los restos.

Pero así está el toreo de hoy, enfermo, gravemente enfermo.

David Mora no levantó cabeza; su primero, muy encastado y con calidad, solo sirvió para que Ángel Otero volviera a lucirse en el tercio de banderillas y los tendidos le obligaran a saludar. Al maestro le faltaron ideas claras ante un animal que embestía con codicia, fijeza y humillación No hubo hondura ni sensibilidad, y su labor pasó desapercibida. Algo parecido le ocurrió ante el noble quinto, que le propinó una tremenda voltereta a la hora de matar que le produjo un puntazo corrido en el muslo izquierdo, que contusiona la musculatura aductora.

Varea dio la impresión de que le pudo el miedo escénico. Tristón, y dubitativo dijo estar ante el descastado y noble primero; hizo el esfuerzo ante el codicioso sexto y dibujó pasajes muy estimables, en especial por naturales. No fue, no obstante, la faena que merecía el toro y, encima, mató mal.

madrid_020617.txt · Última modificación: 2020/03/26 12:22 (editor externo)