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Pedro Escacena

El Correo de Andalucía

Por César Rufino. «No hay nada más ridículo que darse importancia»

He tenido mucha suerte en la vida», susurra humildemente Pedro Escacena, sentado en el jardín de la casa que él mismo soñó, diseñó y acabó convirtiendo en su hogar junto a su esposa, Aurora, su mujer de toda la vida. «Mucha suerte», repite, bajando la mirada hacia el regazo, donde reposan esas manos de las que han salido, como él dice, «miles de cuadros, billones de carteles». Las mismas que empuñaron el capote en los tiempos mozos; las que aprendieron los primeros secretos del dibujo en Artes y Oficios; las que descorchan el tinto y toman la loncha de jamón de pata negra en la bodeguita de su mansión de Tomares, con su íntimo Curro Romero, entre cientos de fotos repletas de historias, celebridades y amigos; las manos que buscan las de su señora, con quien lleva 57 años y a la que todavía, a la hora de irse a la cama, sigue gastando cada noche la misma broma simulando voz de fastidio: «¿Otra vez acostarme con la misma?», y ambos se ríen. Las manos que le cambiaron la vida cuando pintó el cartel de la fatídica corrida de Pozoblanco donde murió Paquirri. Desde ese momento, los encargos no amainaron. «¿Corrida maldita?», repite él, cuando se le pregunta por aquel episodio. «A mí me vino muy bien. Extraordinariamente bien. Pero que le digan maldita –ya sé que se lo dicen a la corrida, no al cartel–… eso no tiene sentido ninguno. Porque Juan Reus, el excelente pintor valenciano, hizo el cartel de la muerte de Manolete; después, Gitanillo de Triana, que toreaba en esa misma corrida, se mató en el coche con un familiar; y después, a Luis Miguel Dominguín, que completaba el cartel de aquel día, se lo encontraron muerto en su casa porque le había dado un infarto, y nadie le dice el cartel maldito. Y es lo mismo».

En el examen de su vida pasada, Escacena no echa de menos nada; si acaso, le quedó el viejo sueño de haber sido torero, vocación que compensó enseguida con la de ser pintor. «Toreé unas cuantas novilladas de joven, con 23 años. Pero como estaba simultáneamente estudiando la pintura, se ve que no tendría condiciones suficientes, supongo, y opté por la pintura. No me arrepiento en absoluto porque Dios me ha ayudado mucho y me ha ido muy bien. De la época en que quise ser torero recuerdo cuando iba a los tentaderos, de joven, que nadie tiene ni idea de lo que era aquello: coger trenes sin dinero ninguno, bajo los asientos, en la garita de mercancías, detrás de la máquina en una barra horizontal que tenían las máquinas antiguas, en el techo… barbaridades».

«¿Por qué no continué como torero?», se pregunta, y tarda en decidir una respuesta. «Yo me desmoralizo muy pronto», dice, al fin, «y algunas veces me iba bien, otras regular, y como yo tenía la base de los estudios de pintura que tenía, y a mí me ha encantado siempre la pintura porque empecé muy chiquetito, pues…». Y en ese instante, se detiene en esa palabra tan sevillana: chiquetito. Y vuelve a aquellos años. «Fíjese si empecé chiquetito que con cinco años me acuerdo, ¡parece que lo estoy viendo!, que estaba en mi casa, en el comedor, dibujando el busto de un hombre con unas barbas, y mi padre, que pintaba muy bien aunque no tuvo nombre como yo, vino y yo muy orgulloso le enseñé lo que había pintado. Lo miró sonriendo y dijo: Está muy bien, hijo, pero le has sacado la cabeza cuadrada como a un alemán.. Las cosas de mi padre. Quiero decir con esto que estoy desde chico pintando y dibujando».

Su padre fue probablemente la personalidad que mayor impronta dejó en su vida. «Yo era la sombra de mi padre, me llevaba a todos lados. Me quería mucho y yo a él, pero era muy recto, hasta el punto de que un día fuimos a la Feria del Ganado, que en aquellos tiempos la hacían en Los Remedios (que era campo todo), e íbamos con un matador de toros que vivía en la Resolana también que se llamaba Joaquín Hernández Parrao, un torero que tuvo una cogida en México muy grande en el ano, en fin… e íbamos los tres, y como era la Feria del Ganado me cogió Parrao en brazos y me subió a lo alto de un caballo. Y me preguntó: Pedrito, ¿te gusta el caballo?, y yo: Sí. Y me pregunta mi padre: ¿Cómo sí, niño? Será sí, señor. Y ya no se me ocurrió más en la vida decir sí. Decía sí, señor. Hasta en la mili», y se le viene una sonrisilla. «En la mili me ocurrió un caso… Estando en Aviación en Tablada sirviendo, me distraje con los aviones y se me fue la hora de la instrucción, y cuando me di cuenta salí corriendo y ya estaban todos formados con el fusil al hombro, y me quise incorporar y el cabo primera que estaba al frente de aquellos soldados me dice: ¿Y usted de dónde viene?, gritándome. Y digo: Mire usted, yo vengo de ahí… Y me dice: ¡Usted viene de tomar por culo! Y yo, saludándolo militarmente, le dije: Sí, señor, y la gente ja, ja, ja, muerta de risa, claro. Eso lo aprendí de mi padre, un hombre riguroso, estricto. Él decía que los hombres tienen que ser hombres desde chiquetitos. Yo iba hasta a las tertulias con él todos los días; tenían una en la Plaza de San Francisco, en la calle Chicarreros, que ahora es un banco, y era un bodegón con unas tinajas de vino muy altas, y detrás tenían ellos un reservado. Y una noche me dio por hacer con las piernas así, a mecerlas un poquito, y no me dijo nada, me miró así, y yo ya no volví a mover las piernas en mi vida. Porque él creía que podía distraer o molestar a algún amigo. Pero por lo demás iba a todas las corridas con él, era feliz, una infancia feliz. De mi madre, como casi todas las madres, puedo decir que era una mujer muy buena, hablaba muy poco, muy discreta, y me quería mucho como todas las madres quieren a sus hijos, pero no tengo más. Mi padre, para nosotros, era otra cosa».

«Yo estoy aquí de casualidad», confiesa Escacena. «Porque antes de mí nació una niña, se llamaba Angelita, y con pocos meses le entró una pulmonía y se murió. Después nació otra hermana, Carmelita, y con pocos meses le entró una pulmonía y se murió. Nació después un varón, Pepito, y le entró una pulmonía y se murió. Y mi padre, ya desesperado, cogió una escopeta que quería matar a los médicos… en fin, un disparate. Y nací yo. Y me entró también la pulmonía. Pero le dijo el médico (en aquellos tiempos no existía la penicilina, como todos sabemos) que calentara agua muy caliente, muy caliente, y me metiera dentro. Pero mi padre estuvo aturrullado y no tuvo la vista de comprender que, al calentar el baño de cinc en un fogón, el fondo estaba ardiendo. Me cogieron desnudito y me metieron, y dicen que al meterme hice así, un respingo, porque tenía meses, y mi padre, creyendo que hacía bien, me cogió por los hombros y me hundió más. Si es por tu bien, hijo. Claro, yo llegó un momento en que perdí el conocimiento del dolor y él intentó sacarme, metió la mano en el culito y al hacerlo se le hundieron los dedos hasta el hueso de la quemadura tan horrorosa que me hice, y que todavía la tengo con ochenta y tantos años. Y salieron corriendo. ¡Ay, Fermina, que lo hemos matado!, decía mi padre. En el hospital llegó el médico, me curó y dijo: Pues la quemadura de momento está curada, pero por ahí ha salido toda la infección, así que lo hemos salvado. Y de milagro estoy aquí». Luego nacieron dos hermanas «que viven felices». Y de las pulmonías nunca más se supo.

De su esposa afirma «que es la más guapa de España», que parecía «la gitana de un cartel de toros». «La conocí con 14 años», explica el pintor. «Me gustó tanto porque era tan morena, tan guapa, tan joven… y como es natural no fuimos novios porque no teníamos edad de ello, pero empezó a salir con sus amigas y nos veíamos de cuando en cuando. Yo le preguntaba a las amigas: ¿Y Aurori, no viene?, y claro, les preguntaba tantas veces que le dijeron: Mira, que no deja de preguntar por ti, vente con nosotros. Se venía ella y ya seguimos hasta que nos hicimos novios. Nos hablamos muy poco. Llevamos casi 57 años casados y nos hablamos once meses. Es que me entró una prisa por casarme que no se lo imagina, porque tenía muchas ganas de estar con ella solo, es lógico, ¿no? No éramos vecinos. Yo vivía en la Macarena, en la calle Carranza, una calle que había enfrente del Arco. Sigue existiendo pero la casa donde vivía la tiraron y ahora le han puesto Plaza de la Centuria. Y Aurora vivía en la Trinidad, donde tenía yo mi estudio, aunque ella había nacido en la Macarena, en la calle Padilla. Ella dice que es más macarena que yo porque nació dentro del Arco y yo fuera».

Empezó dedicándose al dibujo comercial. Su vínculo con el mundo del toro comienza, «fuerte, fuerte», cuando el cartel de Pozoblanco, «que lo hice yo y dio la vuelta al mundo, como es lógico. Inmediatamente me llamó primero Canorea e hice el cartel de Sevilla del 85, me llamó también el empresario de Madrid Chopera para que hiciera el cartel de San Isidro del mismo año, y de camino me encargó la despedida de Antoñete en Madrid, un cuadro que luego subastaron Mayra Gómez Kemp y Jesús Hermida. Y empezó la fama y me puse a trabajar carteles para toda España, para México, Perú, Portugal, Francia… en fin».

La familia no tenía ni idea de que llegaría tan lejos. Dicho sea metafóricamente, claro, porque a Pedro Escacena no le hace gracia viajar. Cuando se le pregunta si no le habría gustado irse a París a experimentar como artista, suelta un sonoro ¡Oh, no! que coge todo el jardín de su casoplón tomareño. «Le voy a decir una cosa para que vea usted mi carácter y mi manera de ser, respecto a eso: Yo he recorrido toda España. Me han propuesto en Miami de quedarme, en EEUU, pero no me gusta salir tanto. He hecho exposiciones por toda España: Barcelona, Madrid, Sevilla, Extremadura, por Cádiz, Málaga, Almería… pero no me gusta viajar. Voy porque no tengo más remedio por las exposiciones. Me han invitado hace muy poco a exponer en Almería y les he dicho que no me apetece. Es que los viajes ya, con esta edad, no… Le doy mi palabra de honor de que por ahí viene un hombre y me dice: Mire usted, le ha tocado un crucero de lujo, y le digo: De acuerdo. ¿Cuánto dinero le tengo que dar para no ir? Palabra que no es broma. No me gusta ya viajar. No voy ya casi ni a Castilleja».

Puestos a aportar datos sobre su carácter, Escacena intenta dar con algo que lo defina: «Creo que soy una de las personas más sencillas que hay en el mundo. Lo más ridículo que yo veo en este mundo es un hombre que saque pecho, una persona que se dé importancia, porque nadie somos nadie», dice. Para él, la vida es su mujer, su casa, sus amigos, su ratito de charla, su jardín, sus cuadros, el toreo de arte. Presume de amistad con Curro –ambos empezaron juntos a intentar ser toreros–, con Enrique Ponce, con los Campuzano, Espartaco, Víctor Puerto, Cepeda, «casi todos. Paco Ojeda, Ortega Cano… todos tienen cuadros míos». El 90 por ciento de su obra es taurina, aunque también ha pintado y sigue pintando mucho a su esposa. Y también, de vez en cuando, se lanza a la alegoría, caso de un cuadro con un esqueleto en pose taurina que le quiso comprar Cayetano Rivera pero que conserva como una de las obras irrenunciables de su colección. El lienzo representa a Curro Romero, muerto, toreando en el cielo y haciéndole un adorno de los suyos a un toro, igualmente en los huesos. Se titula Arte hasta después de muerto.

Reconoce Pedro Escacena que no corren buenos tiempos para la tauromaquia. Acaba de ver lo que está pasando en Barcelona con su plaza, las protestas de los antitaurinos… y tuerce un poco el gesto. «Yo creo que hay que respetar al que le guste y al que no le guste», afirma. «Porque yo vi una escena el otro día en la televisión, unos señores cortándole la cabeza a unos corderos… ¿y por qué no se meten con eso? Es que no tiene sentido. Yo creo que hay que respetar: al que le gusten los toros que vaya a los toros, y al que no le gusten que no vaya. Pero sin molestar nadie, digo yo, es una opinión».

De sus cuatro hijos, solo «el chico es el que ha salido más artista. Es ingeniero, pero tiene mucho arte», asegura. «Pero es que triunfar en el arte es muy difícil», dice, volviendo al asunto del inicio. «Yo es que he tenido mucha suerte. He tenido mucha suerte», reitera. «No lo puedo negar. Hombre, algunas condiciones hay que tener. Pero si la suerte no acompaña… La suerte hace una función muy fuerte en todo en la vida, no solo en el arte. Y ser creyente. Lo primero que hago cuando me levanto es rezar al Gran Poder y a la Macarena, que es mi Virgen, como es lógico porque he nacido en la Macarena. Yo, cuando veo la salida de la Macarena o la entrada, no puedo evitar que se me salten las lágrimas. Lo mismo me pasa si veo un torero que me tire un pellizco: que se me caen dos lágrimas. O un cante bonito por seguiriyas, que le duela a él y al que lo escucha. El arte es una cosa que hay que sentirla. Si no se siente…». 9/10/2016.

pedro_escacena.txt · Última modificación: 2020/03/26 12:21 (editor externo)