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Plaza de Toros de Bilbao

Martes, 21 de agosto de 2018

Corrida de toros

FICHA TÉCNICA DEL FESTEJO

Ganadería: Toros de Núñez del Cuvillo, flojos, casi inválidos los cuatro primeros, incluido el 1º bis, sin casta el resto.

Diestros:

Enrique Ponce: silencio y ovación.

Jose Maria Manzanares: silencio y silencio.

Andrés Roca Rey: ovacion y silencio.

Entrada: Tres cuartos.

Galería de fotos: http://www.bilbao.choperatoros.com/corrida/de-bilbao-2018-4a-de-las-generales-2/

Vídeo: https://twitter.com/i/status/1031984526560559104

Crónicas de la prensa:

El País

Por Antonio Lorca. ¡Antitaurinos!

Mientras se sigan anunciando en las ferias importantes los toros de Núñez del Cuvillo, las figuras se partan la cara por ponerse delante de ellos y el público jalee faenas de toreros-enfermeros como si se tratara de una gesta, nada ni nadie podrá impedir que la fiesta de los toros siga despeñándose por un precipicio hasta el cercano desastre final.

La corrida ha sido un pecado mortal contra la tauromaquia; toros de bonita fachada, podridos, enfermizos o borrachuzos, muertos en vida, sin un hálito de fuerza, que perdían las manos, se desplomaban en la arena o pedían a gritos la muerte no pueden figurar en el frontispicio de la tauromaquia actual.

Enrique Ponce, José María Manzanares y Roca Rey, tres pesos pesados, no pueden erigirse en líderes indiscutibles del antitaurinismo andante por su especial interés en buscar comodidad antes que emoción.

Uno y otros -ganadero y toreros- son los que están echando a la gente de las plazas. El toro, ni siquiera el supuestamente encastado de Victorino o Torrestrella, ya no interesa al gran público; son las figuras actuales los únicos reclamos que animan las taquillas. Es verdad que la plaza de Bilbao tampoco se llenó ayer, pero los tres cuartos de entrada supieron a gloria en comparación con los vacíos de días anteriores.

Y son esas figuras las que parecen poner un empeño especial es que los espectadores no vuelvan. Desde luego, con corridas tan desastrosas como la de Núñez del Cuvillo, muchos se quedarán en casa. Es un engaño, un fraude… Y no hay derecho.

¿Quién se atreve a estas alturas a levantarle la voz a Enrique Ponce, un catedrático, como se le llama, del toreo? Pues se le debería caer la cara de vergüenza de ser protagonista de un penoso circo como el vivido en Bilbao. No es que así manche su impecable trayectoria, que también, sino que apuntilla la fiesta de los toros en un momento en el que necesita cuidados intensivos. Ni siquiera él, experto enfermero de toros lisiados, pudo hacer nada por evitar el naufragio. Su primero -sobrero del inválido que abrió el festejo- se desplomó en la arena -una de las imágenes más degradantes- y no había manera de levantarlo. El cuarto, otro animal tullido y tonto, le permitió ese toreo desmayado, despegado y superficial tan habitual en su tauromaquia personal. Hasta poncinas se permitió antes de vivir un momento de angustia cuando quedó colgado por la chaquetilla en el momento de entrar a matar.

Ni se despeinó Manzanares ante el enfermo terminal que fue su primero y el rajado y noqueado quinto.

Y Roca Rey muleteó con suavidad al borreguito tercero, sin emoción alguna a pesar de la algarabía de los tendidos, y se desesperó pronto ante el sexto, que se movió con cierta violencia en los primeros tercios y se rajó descaradamente al final.

Ni un puyazo -todo fue una pantomima-, ni un capotazo, ni un quite, ni un par de banderillas…

Alguien debería reflexionar y no pasar página como si se hubiera tratado de una mala tarde. Lo de Bilbao ha sido algo más; ha sido la confirmación de que la fiesta de los toros corre un riesgo más serio del que imaginarse pueda.

Y el peligro es que el enemigo está dentro. Apunten cuatro nombres: Ponce, Manzanares, Roca Rey y Núñez del Cuvillo.

El Mundo

Por Vicente Zabala de la Serna. La insólita hecatombe de Cuvillo

La tumultuosa recepción a las figuras en el exterior anticipaba el ambientazo interior de Vista Alegre. A Roca Rey, José María Manzanares y Enrique Ponce no les dejaban dar un paso. Entre selfies, autógrafos e incómodos abrazos. Bilbao volvía a respirar a lo grande. Como en los viejos tiempos. Nada hacía presagiar entonces la debacle que se produciría. La corrida no pudo arrancar con peor pie. Devuelto por su reiteradas caídas el primer toro de Núñez del Cuvillo -tan bien hecho, recortado y descarado-, el sobrero del mismo hierro no andaba mucho más sobrado de poder. Su fornido cuerpo venía vacío. O enfermo. Además, ni humillaba, ni quería. Quinta no lo midió en el puyazo que debió ser de toma de contacto. Corrigió en el siguiente. Nada más prologar la faena Ponce, se derrumbó en su derecha. Cayó mal posicionado para levantarse. Y la penosa imagen se prolongó. Cuando la cuadrilla consiguió incorporarlo, su jefe de filas se fue a por la espada. No había otra.

No mejoraron las cosas con el siguiente. Su rematado trapío y su aspecto saludable escondían la fragilidad. La lengua fuera demasiado pronto. Manzanares lo cuidó en el peto con ese extraño desentendimiento de dejarlo a su aire y quedarse mal colocado. No hubo causa ni caso en la muleta. La bondad y la buena intención del cuvillo apenas se sostenían. Ni decían nada. Tan trémulas y quebradizas.Increíblemente, el toro de Roca Rey también salió con el fuelle exiguo. Nada normal. Cuatro toros de cuatro. Muy raro. Ni para un análisis dio en el caballo. Su tranquito contenía la clase prendida con alfileres. El arranque de faena con un cambiado por la espalda y un pase por alto no convino en absoluto: la costalada del toro sonó estrepitosa e innecesaria. Desde ahí, desde el apagón momentáneo de luces, RR iluminó su temple. Sin exigencias, entre algodonales, las series fluyeron necesariamente cortas. Y suaves. Un cambio de mano brotó espléndido de trazo y expresión. El tempo y la espera, el trato y el tacto, conducían con largura la calidad dormida. Los pases de pecho a puro pulso. Como los naturales. El peruano le había dado la vuelta a una tortilla sin huevos. Apuró el aliento exangüe en las cercanías que son su hábitat. Si no pincha, le corta una oreja de aquellas que en El Viti o Espartaco se decían de enfermero.

El tipo del cuarto combinaba a la perfección la seriedad y la armonía. La ecuación exacta de toda la corrida de Cuvillo. Una hermosa fachada con peligro de derrumbe. A favor de obra fue la lidia entera. Medida y comedida. Enrique Ponce vio las posibilidades en el noble estilo del toro. Y lo brindó al público con el espíritu optimista. La fe de EP desplegó su seda. O su sedal. Torear en las medias alturas es privilegio de pocos. Su sello y su estandarte. En bello acompañamiento cosió al cuvillo a su muleta. La templanza compuesta. La estética mediterránea, como suele escribir Andrés Amorós. Los pases de pecho a la hombrera contraria desde la apertura del viaje. Y la izquierda que conjugó y abrió los vuelos con el mismo cariño pero sin idéntico éxito. Otro modo de embestir. Un cambio de mano revoloteó por allí con un tintineo de campanillas. La raza incombustible de Ponce lo llevó a pasar un punto la faena. Y, con el cuvillo ya haciendo amagos de rajarse, interpretó la poncina o semiponcina, genuflexo y crecido. Afrontó el volapié con rectitud admirable. El pitonazo le marcó las costillas. Entre la chaquetilla y el chaleco, el gancho que le levantó los pies del suelo. Sólo eso, el susto mayúsculo. Del burladero salió como una exhalación Manzanares. Como no llevaba el capote en las manos para el quite, le dio un abrazo… La trayectoria atravesada hacia el exterior careció de muerte. Y el fallo reiterado del descabello robó el seguro trofeo. La ovación de gala la recogió Enrique Ponce como tal. Reverencial y sentido.

En las dos faenas de Roca Rey y Ponce que casi apuntalan la inevitable debacle acabó la tarde. El bajo y armado quinto de José María Manzanares no podía con su alma. Se mal movía soltando la cara y a saltitos de pura impotencia. Escaso, para más inri, el desfondado recorrido. Manzanares pasó inédito.Y la mansedumbre rajada y descompuesta del sexto -que por hechuras afeaba el conjunto- vino a poner la guinda de la escombrera de Núñez del Cuvillo. Ni una opción para Roca Rey con sus desabridas acometidas. Un bajonazo ruinoso y una estocada en el rincón. Tras el silencio para su actuación, la plaza estalló en una formidable bronca. Lógica y razonable. Todo lo que no fue la insólita hecatombe de la cotizada ganadería. Que en San Isidro se erigió en la triunfadora. No con una, sino con dos notables corridas. Por todo fue muy raro el imprevisible derrumbe bilbaíno.

ABC

Por Andrés Amorós. Bilbao: el imposible arte de torear sin toro

Por fin vemos poblados los tendidos de Vista Alegre! Han llegado las figuras, naturalmente: lo único que atrae al gran público (a veces, ni aún así); mejor, si son carne de la «prensa rosa». Lamentablemente, el gran público «pasa» de cómo son los toros. ¡Cuántas veces escucho a un vecino preguntar por lo que considera una «minucia», de quién son los toros de esa tarde! Ése es el nivel actual de la afición… Por mucho que algunos nos quejemos de los toros suaves, dóciles, manejables, no sirve de nada: sin esos toros, las figuras no torean; y, sin figuras, la entrada es pobre. ¿Qué puede hacer el empresario, para no arruinarse?

También es real la otra cara de la moneda: las figuras lo son porque se lo han ganado; podrían perfectamente enfrentarse a toros más encastados pero les resulta más cómodo no hacerlo y el público no se lo exige. Todo sigue igual.

Los toros de Núñez del Cuvillo, muy flojos y descastados, dan al traste con todas las ilusiones que había despertado un gran cartel de toreros.

Ponce ha toreado ya 66 tardes en Bilbao. Su «eterna juventud» es un caso insólito: sigue realizando grandes faenas, casi siempre. Encarna, esta tarde, los versos del bilbaíno Javier de Bengoechea: «Soy, por antigüedad, primer espada,/ de azul y oro el corazón vestido». Devuelto el inválido primero, también flaquea el sobrero: lo cuida en el capote, muletea templado y, aún así, en la segunda serie ya se derrumba. ¡Qué pena! (¿Qué dicen ahora los que han censurado la corrida de Torrestrella?). Sólo puede matarlo, con facilidad. ¡Lamentable!

La realidad es que Manzanares no ha alcanzado todavía su gran nivel, esta temporada. ¿Tema físico o mental? Lo ignoro. También su señor padre (no sólo Homero, como reza el adagio) dormitaba, a veces. El segundo toro también flaquea mucho, queda sin picar; lo mantienen, a pesar de las protestas. Muletea con suavidad, sin obligarlo, y, pese a su innata elegancia, todo se diluye. Mata bien y todo queda en nada.

Despiertísimo anda, en cambio, Roca Rey, el gran fenómeno popular, ahora mismo. El tercero sale claudicante, como la montaña que vió Gónora y que «ha tantos siglos que se viene abajo». Andrés se ha limitado a suaves delantales, con el capote, para que no se caiga. Al tercer muletazo ya está el toro en el suelo. Ni el valor ni los pases cambiados valen mucho, si el toro es una ruina andante. Todo queda en un simulacro, aunque se aplauda y suene la música. Mata a la segunda y saluda: si la gente se contenta con eso, no pueden quejarse.

El cuarto es flojo y suelto. Ponce lo brinda: ¿aguantará? La pregunta repetida, toda la tarde. No se derrumba, permite que Ponce lo imante en la muleta, con suavidad y sabiduría, se invente la faena. Mata con decisión, saliendo trompicado, pero falla con el descabello. Ha demostrado su gran momento pero, para una gran faena, necesita más toro.

El quinto embiste a saltitos, como si tuviera el tembleque. Manzanares ve pronto que no puede lucirse y corta. Mata a la segunda: «rián de rián», decía el castizo.

El sexto mansea, intenta saltar la barrera, huye, tampoco lo pican, la lidia es mala; no se deja torear con el capote. Los estatuarios no son la forma de sujetar a un toro huido. Andrés está firme pero el toro se raja a tablas. Se le va la mano con la espada: triste final de una triste corrida. ¡Qué lejos, todo, del hermoso espectáculo de un toro bravo!

Torear sin toros es un imposible, una contradicción. Buscando la comodidad, en las reses que eligen, las figuras se ponen en el filo de la navaja: a veces, caen. Cuando los toros no tienen fuerza ni casta, la Fiesta entera se derrumba. ¿Hasta cuándo tendremos que repetirlo?

La Razón

Por Patricia Navarro. Ni Roca escapa de la maldición

Una maldición. La plaza casi llena. El buen tiempo. El cartelazo. Los sueños que van y vienen. Y los toros de Núñez de Cuvillo que comienzan a caerse como si su peor enemigo hubiera echado una maldición inigualable. Ni una mala noche supera eso. Ni la resaca más terrible. Ver para creer. El primero, el que parecía inaugurar la feria por aquello de que ya estábamos todos, no se tenía en pie. Y ganas daban de sujetarlo. No hubo lugar. Ni valor, que el miedo es libre. El sobrero, del mismo hierro, y con el mal de ojo en lo alto, salió con el entuerto a flor de piel. De tal manera que ni Enrique Ponce y ni estando en la plaza de toros de Bilbao que viene a ser lo mismo que hablar cerquita de Dios pudo poner solución al tema. Quería el toro, sí, como queríamos todos, pero no se tenía en pie. Pasamos toro. Y palabra. Enrique Ponce no se demoró y hundió acero. El segundo, que en verdad ya era tercero, para José María Manzanares que enfilaba su paso por Bilbao dos tardes seguidas, le obligó a pasar ligero. Tan con lo justo que el toreo desmerecía.

Un solo lance requirió Roca para calmar los ánimos y hacerse con ellos. Así domina las situaciones. Fue quizá una verónica de manos bajas, antes de que el toro se desplomara y los malos pensamientos de la flojera de la corrida se hicieran de nuevo con la afición. Remontó con los mínimos este Roca Rey, que es el que de verdad tira de taquilla en los últimos tiempos. Una arrucina (por la espalda) eclipsó la atención de una faena que tuvo suavidad en todo momento, la que llevaba el toro en el viaje, tan noble como justo de fuerza. Lo consintió, acompañó, dibujó la faena por ambos pitones y agotó la esencia del toro ya en las cercanías. Hasta el último aliento.

Quedó Enrique colgado del pitón al entrar a matar al cuarto. Son décimas de segundo, pero cabe un mundo ahí y la plaza ruge. De miedo. Entró la espada, salvó el cuerpo, no cayó el toro y demoró la muerte y el premio. Había sido larga la faena al mejor toro hasta la fecha, noble y de buen juego, quiso rajarse al final pero ya llevaba lo suyo el de Cuvillo. Ponce hizo faena por ambos pitones, ligado y en la verticalidad, también más por fuera, menos reunido. Quizá de ahí que fuera al final de faena, en los amagos de poncinas cuando más prendió la llama, que se apagó con los descabellos.

Como alma en pena iba el quinto, protestón por flojo. Una pena. La antítesis del poderío. Los intentos de Manzanares cayeron en saco roto, porque así el toreo no era, y no podía ser.

Rajado, manso de libro. Y sin libro el sexto. Ni Roca Rey, en estado de gracia, se salvó de una maldición. La de condenar un festejo el día que la plaza estaba casi llena. Quiso Roca. Pero ni el rey. No había manera de robarle al toro lo que no tenía, lo que no quería. A los bajos, infame, se le fue la espada. Como la tarde. Qué manera de naufragar.

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