Por Antonio Lorca.
En poco menos de una semana, el mundo de los toros se ha quedado huérfano de los hermanos Rivera Ordóñez, Cayetano y Francisco, que han decidido decir adiós o hasta luego a la profesión de toreros, a la que tanto deben. Y lo han hecho en silencio, como de tapadillo, en un atípico protocolo de despedida —me voy, pero no me ausento—, y con la divinidad como redentora y jueza: “Si Dios quiere”, decía el hermano mayor.
En poco menos de una semana se ha puesto fin, —de momento— a dos trayectorias taurinas deslumbrantes tiempo ha, y que se han ido apagando en beneficio del auge de dos personajes públicos que han conseguido jubilar a los toreros.
Pero son listos estos dos hermanos, y han demostrado que, además de un porte elegante, les funciona la cabeza fuera de los ruedos. Se han ido en silencio, sin anuncios previos, sin besos a las arenas de las plazas, sin emociones que alegran más la cuenta corriente que el corazón… Y sin corte de coleta, esa ceremonia tan íntima como expresión pública de que hasta aquí hemos llegado. Cayetano se ha retirado de manera temporal, y Francisco lo deja en manos de Dios. Es decir, que uno por razones temporales y el otro por espirituales dejan la puerta abierta para volver cuando los genes despierten y una buena oferta lo demande.
Y se van cuando uno y otro son una sombra de lo que fueron; cuando se ha roto el encanto del poderío de Francisco y el empaque de Cayetano, cuando son más interesantes fuera que dentro de la plaza, cuando la afición les ha pasado página, y pingües negocios reclaman su atención.
Porque los dos hermanos tienen vida más allá de los ruedos. Cayetano, modelo de alta costura y perfumes, ha saboreado el glamour de la pasarela de Milán y estampa su cara bonita en los anuncios que salpican las paradas de autobuses. Francisco es empresario con intereses en el textil, el inmobiliario, la agricultura, la ganadería, la restauración y las plazas de toros.
Y ambos son dos personajes públicos en el sentido más cañí de la palabra. Nacieron famosos y toreros por imposición genética. No es posible una familia más taurina y popular que la suya, una curiosa coctelera en la que se mezclan los más puros mimbres del toreo con la cima del corazón mediático.
Y los dos se han creado un perfil propio, novedoso y diferente, estratégicamente diseñado al gusto de la modernidad. Elegante Cayetano, con ese atractivo aire entre la melancolía, la tristeza y la timidez; parco en palabras, pero de voz grave y solemne. Descarado Francisco, huidizo o no según las circunstancias, arisco y mujeriego, religioso y peleón, con ese punto agridulce de soberbia del que presume el guaperas canalla. El bueno y el malo, y sin lugar para el feo.
Francisco y Cayetano, dos toreros creadores de ilusión. El mayor llegó a Sevilla el 23 de abril de 1995, se hizo matador de toros de la mano de Espartaco y puso el toreo boca abajo. Tal fue su exhibición de poderío técnico, capacidad, valor e inteligencia natural ante la cara del toro, que el niño de Paquirri y protegido del abuelo Ordóñez se convirtió en un torerazo de la noche a la mañana. Y así se paseó por las principales ferias durante varios años, como digno sucesor de sus mayores.
Cayetano fue el contrapunto. Nació a los toros ya mayor, cuando otros dormitan ya en su cortijo. Se vistió de luces cuando comprendió que la pantalla del cine no iluminaría su futuro, y dijo ser un torero diferente, cuajado de empaque y personalidad. No tuvo suerte con su apoderado, Curro Vázquez, quien más que su representante ha sido su ángel de la guarda protector, y lo convirtió en matador de becerros y no toros. Lo cuidó tanto que lo descafeinó, y Cayetano se hizo una caricatura de sí mismo. O, quizá, nunca tuvo la ambición necesaria.
Cayetano se ha ido en el momento justo, castigado por los toros, sin asumir el compromiso que hace grandes a los toreros, y más admirado en la pasarela que en el ruedo.
A Francisco hace tiempo que se le rompió el amor con el toro. Se cansó de llevar sobre sus espaldas la enorme responsabilidad de figura y prefirió ser uno más, al abrigo del cotilleo nacional sobre su ascendencia, su fallido matrimonio de alta alcurnia y sus amoríos de quita y pon. Uno más, pero desde la atalaya privilegiada de su enorme popularidad que le permitía estar en los primeros puestos del escalafón sin causa para ello. Nunca más fue ya el torero poderoso que deslumbró en sus primeros años.
Cayetano y Francisco se han marchado y hacen bien. En silencio y sin alharacas, como corresponde a quien se ve empujado a decir adiós porque nada ni nadie le retiene.
En la hora de este melancólico e inteligente adiós, quede en la balanza la ilusión aportada por los dos hermanos, herederos de la más pura savia taurina. Por encima de su obra quedará el peso de sus apellidos; y quedará la agridulce sensación de que sus personajes han devorado a los toreros. Cosas de la vida/El País, 15/10/2012.