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Plaza de Toros de Las Ventas

Domingo, 21 de mayo de 2017

Corrida de toros

FICHA TÉCNICA DEL FESTEJO

Ganadería: Toros de Las Ramblas, sin fuerza descastados los cuatro primeros, y complicados los dos últimos, sin humillar.

Diestros:

Juan José Padilla: Silencio y ovación.

Antonio Ferrera: Silencio y oreja y petición de la 2ª.

Manuel Escribano: Silencio y ovación.

Entrada: Lleno casi completo.

Galería de imágenes: http://www.las-ventas.com/resena-tarde/las-ventas-21-de-mayo-de-2017

Video: https://vimeo.com/218377405

Crónicas de la prensa:

ABC

Por Andrés Amorós. San Isidro: torería de Antonio Ferrera, casi sin toro

La jerga psicológica actual habla de «resiliencia», esa capacidad de sobreponerse a las circunstancias adversas. La frase taurina es más hermosa: «Crecerse en el castigo». (Miguel Hernández: «Como el toro me crezco en el castigo»). ¿Caben mejores ejemplos, en el toreo, que Padilla, Ferrera y Escribano? Podríamos decir que son tres toreros resilientes. (Preguntas de esta tarde: ¿Resilienciará el PSOE? ¡Quién sabe! ¿Resilienciará el Madrid? Supongo que sí. ¿Resilienciará España? ¡Dios quiera!).

Más allá de los ruedos, Juan José Padilla es un héroe popular, un ejemplo. Después de una gravísima cornada, ha logrado éxitos tan grandes como abrir la Puerta del Príncipe. El primero, de salida, ya canta su flojedad; en la primera vara, se desinfla como un globo pero el presidente lo mantiene: bronca lógica. Comparten banderillas los tres maestros en los tres primeros. El toro es una birria total; intenta mantenerlo: un triste espectáculo. Mata fácil. En el cuarto, un manso casi total, tira de todos sus recursos, que son muchos, para animar una tarde mortecina: cinco largas de rodillas; banderillas al violín; muletazos con gran oficio, hasta que se raja a tablas y muere en chiqueros.

Manuel Escribano probó la amargura del olvido, renació con los miuras, indultó a un gran Victorino, sufrió un muy grave percance. El tercero, veleto, protestado de salida, echa las manos por delante. Le aguanta, bajándole la mano, pero el toro se para, se le queda debajo. Mata fácil. Recibe al último a portagayola; emociona en el tercer par al quiebro, saliendo del estribo. Comienza con dos pases cambiados, parece que va a haber faena hasta que el toro se apaga; el torero se justifica por su entrega y valor pero lo estropea con la espada.

Un percance paró a Antonio Ferrera un par de temporadas. Llega ahora con el atractivo (y la responsabilidad) de ser el clarísimo triunfador de la Feria de Abril, tanto con el toro duro como con el noble y flojo: las dos caras de una auténtica figura. Recibe al segundo con templadas verónicas. Aunque el toro da para muy poco, dos ayudados por bajo y un cambio de mano levantan un clamor. Cuando el toro se para, recurre a los naturales de frente, uno a uno. Todo lo ha hecho con torería y clasicismo… pero sin toro.

Un poquito más –sólo eso– aguanta el quinto; a cambio, embiste con la cara a media altura. Lo saca del caballo toreando, con una chicuelina (ahora mismo, es el único que hace esto, en la escuela de Gallito). Se luce en los pares: andando, citando de espaldas y quebrando por dentro. En un cambio de mano, ve que el toro va mejor por la izquierda y logra ligar naturales clásicos, aguantando parones, que desembocan casi en un circular. El público está con él: aunque la espada queda desprendida, logra que se conceda la oreja y muchos piden la segunda. No ha sido una faena redonda, completa (con tan poco toro, no era posible), pero sí plena de torería. Ha logrado evolucionar de diestro bullanguero a torero clásico, que busca el viejo ideal (el de Gallito, tantas tardes; el de Luis Miguel, el 2 de octubre de 1952, en Vista Alegre) de la lidia completa: dominar a todos los toros y todas las suertes. En este camino, Ferrera concentra la atención de los aficionados. Una vez más, recurro a Shakespeare: «La madurez lo es todo». Ahora mismo, Antonio Ferrera vive una etapa de dorada madurez. Madrid lo espera.

El País

Por Antonio Lorca. Antonio Ferrera dictó una lección de torería

Cuando Antonio Ferrera finalizó la vuelta al ruedo tras la muerte del quinto toro, el público la tomó con el presidente y le dedicó una sonora bronca. El motivo fue la negativa del usía a concederle al torero la segunda oreja. Injusta fue la protesta y acertada la decisión del señor del palco porque si bien Ferrera se entretuvo en dictar toda una lección de sobresaliente torería, no fue el suyo un examen de matrícula de honor, pues su imprescindible colaborador, el toro, no encerraba en sus entrañas las condiciones necesarias para que la obra resultante hubiera sido conmocionante y arrebatadora.

Pero dejó a la plaza entera, eso sí, con la boca abierta. Bueno, lo cierto es que desde el inicio del festejo se mostró Ferrera como un torero nuevo, clásico y macerado por el tiempo. No había más que ver su forma de andar por el ruedo, salir de la cara del toro, las pausas… Allí había un maestro, un diestro transfigurado; y eso se nota y se siente por la megafonía del sentimiento.

Lo que dictó ayer Ferrera fue su magisterio, expresado en la seguridad, la confianza, la naturalidad, la hondura, la elegancia y la búsqueda constante de la pureza.

Su primer anuncio fue con el capote ante su primero, al que recibió con un par de excelentes verónicas rematadas con dos medias sencillamente extraordinarias. Esa tarjeta de presentación dio paso a la faena de muleta al quinto, que comenzó con pases por alto, ganando terreno, y coronados en el centro del ruedo.

Allí, asentó las zapatillas, se ajustó la chaquetilla y dijo sin hablar que prestaran atención. Y lo que siguió fue la lección de un torero en plena madurez, ni más ni menos, con exacto sentido de los terrenos, las distancias y la colocación. El animal era noble y sosón, con la cara siempre a media altura, pero mejoró, ¡qué remedio!, ante la insistencia inteligente del torero. Surgieron, primero, hondos redondos; después, dos elegantísimos cambios de manos, y una tanda de naturales, a continuación, bellísima y desbordante de plasticidad. Otra más citando de frente, y unos ayudados finales antes de volcarse sobre el morrillo del animal y cobrar una estocada que fue suficiente.

Sin algarabía, sin arrebato y sin la conmoción de las grandes tardes, Ferrera acababa así su clase de tauromaquia para paladares exquisitos. Su primero había sido una mole de carne que se paró pronto.

Bueno, lo de los toros da para una tesis. ¿Quién los habrá elegido? ¿Y quién los aprobó? Veamos: salieron tres abueletes —cumplían seis años en 2017—; a continuación, dos yogurines, —cuatro años desde enero y febrero pasados—, y el quinto, un hombre hecho y derecho. Los tres primeros feos y con las fuerzas justísimas. Imagínese a un señor —salvando las distancias— de la tercera edad al que preparan para participar en los Juegos Olímpicos. Pues, eso. Mucho interés, pero no acaba la carrera. Ninguno de tres la acabó, dieron todo lo que tenían en el tercio de banderillas y en el de muleta pedían a gritos una bombona de oxígeno. Después, resultó que ni los niños ni el hombretón tampoco derrocharon energía, lo que vino a demostrar que el problema fundamental no era la edad, sino la sangre. Que no valían como toros bravos, vamos… El único que mantuvo el tipo fue el quinto, y más bien por la pericia de su matador que por sus propias condiciones.

A pesar de todo, no se le puede poner un pero a la terna actuante. Los tres merecían toros con más riñones, con más codicia y picante (¿quién eligió esta corrida y quién la aprobó?), pero Padilla, Escribano y el ya citado Ferrera estuvieron muy por encima de sus toros.

Los tres compartieron banderillas en sus primeros toros y protagonizaron un tercio irregular y lucido; mejoraron, después, en los tres restantes (muy serio Padilla, magnífico Ferrera en un par al quiebro en tablas, y temerario y espectacular Escribano en otro quiebro sentado en el estribo).

Padilla (un perfecto director de lidia toda la tarde) nada pudo hacer ante su primero, agotado y sin fondo; recibió al cuarto, de rodillas en el tercio, con una larga cambiada, y así repitió la suerte cuatro veces más, avanzando hacia el centro hasta acabar casi en la misma boca de riego. Lo intento de veras, pero al toro mozuelo le faltaba vida. Mató con dignidad a su lote y pasó como un torero serio y comprometido, aunque falto de lucimiento por el mal juego de sus toros.

Tampoco le faltó entrega a Escribano; parado y vacío fue su primero, y algo más de vida mostró el sexto. Se fue a recibirlo a porta gayola, el toro se le paró a metro y medio, y tuvo la inspiración de resolver la papeleta con eficacia, pero el susto fue de muerte. Lo muleteó con escaso lucimiento por la sosería de su compañero y lo mató mal.

El Mundo

Por Vicente Zabala de la Serna. Una maravillosa invención de Ferrera

Entre los que se fueron a la calle Melancolía a despedir al Calderón y los que esperaban en sus casas al Madrí del alirón, se presentía una entrada mermada que no sucedió. Unas 20.000 personas obraban el milagro. Una parroquia bastante más nutrida que la manifa del sábado de los podemitas en Sol. Venía Antonio Ferrera como triunfador de la Feria de Abril. El máximo reclamo empotrado en el reeditado cartel de banderilleros. Tan de domingo. Y Ferrera cumplió las esperanzas del aficionado de sentido y sensibilidad. Las rebosó y rebasó a puro pulso. El latido de la inteligencia torera en la compresión de las alturas de un quinto toro que jamás humilló; el bramido de la expresión dorada en el fuego lento de los años; el temple dormido en sus muñecas. Y la elección de los terrenos del «5» a los que marchó a paso marcial. De Benítez la apertura por alto y la mirada baja. Hasta que los cambios de mano prendieron la mecha de la torería añeja. Su izquierda siempre tapó la obediencia que viajaba por el palillo. Y la consintió cuando la fijaba, y la meció cuando la acompañaba, y la embelleció cuando la vaciaba. La cintura jugaba en la danza. La sal también en su despaciosa derecha. Y en los pases de pecho a la hombrera contraria. Maravillosa la invención. Porque Ferrera se estaba inventado el toro, la coreografía, el todo. Desde la socrática interpretación de las distancias y su sabia colocación. Desde donde manaba el poso. Los ayudados desprendieron también el sabor del toreo macerado. El espadazo desató la pañolada. La oreja de ley a muchos no saciaba. Y se pidió la Puerta Grande. La presidencia se aferró quizá a la colocación caída del acero y al vómito derramado para no conceder el segundo premio. Para el gozo y el recuerdo quedó una faena memorable. De salida a hombros en la conciencia del paladar.

Antonio Ferrera ya había dejado buenas cosas de su espléndida madurez en lo poco que ofreció el altón y veleto cinqueño de Las Ramblas. Contadísimos el poder, el fuelle y la humillación. Las pintureras medias verónicas como broche del saludo y el bonito prólogo de faena: una trinchera, el pase de la firma y un cambio de mano de nota. Y el toro se desinfló como un globo pinchado. La estocada cayó no poco más abajo del par por los adentros que había clavado arriba con exposición.

Banderillas compartieron Juan José Padilla, Antonio Ferrera y Manuel Escribano, siempre con solvencia, en los tres primeros toros. Que fueron los tres cinqueños de la corrida de Las Ramblas. No hubo noticias del trapío en el zapato que estrenó la tarde. Ni de la seriedad ni de la fuerza. Padilla no se dio coba con el marmolillo.

De los caballos se escupió el tercero con su armada testa. Bajo de agujas y hechurado. Escribano se apuntó como destello mayor un par al violín, en los terrenos del «1», previo quiebro pegado a tablas. Quiso humillar el toro, pero nada más. Sin vida ni fondo en la muleta.

Hasta cinco coreadas largas cambiadas de rodillas le tiró Juan José Padilla al castaño cuarto. Proporcinado en su tipo. Salvo por el cortito cuello. No descolgó en lo poco que duró antes de rajarse. El huracanado prólogo de rodillas de El Ciclón de Jerez y ya. Como si en las poderosas carreras en banderillas hubiese perdido toda su supuesta bravura. Padilla volvió a manejar la espada con inapelable eficacia. Sólo que la trayectoria algo tendida necesitó el apoyo del verduguillo. El público dominical agradeció toda la entrega.

Manuel Escribano se ofreció en cuerpo y alma con un sexto de generoso cuello que fue el que más y mejor humilló. Desde que se postró a portagayola, las banderillas de explosión -tremendo el par que nace desde el estribo y muere al quiebro- y el arranque de pases cambiados. El depósito de gasolina del toro, sin embargo, sucumbió. Y aun así Escribano lo exprimió. Lástima que el metisaca final en los bajos afease su esfuerzo y el brindis a José Luis Blanco, su antiguo y leal apoderado.

La Razón

Por Patricia Navarro. Ferrera, el maestro en Madrid

Ocurría a la vez y eran dos mundos distintos. Dos planetas. A la misma hora y en el mismo lugar. Una familia y allegados celebraban la comunión de un niña; un hombre desafiaba cuerpo y mente y se enfundaba el vestido de torear, abandonaba el mismo hotel donde otros festejaban, y encaminaba el solitario viaje a la plaza. La plaza de toros. El camino de los valientes. Familia sufridora. En silencio. Héroes también con heridas sin cicatrices. No había, o no parecía, ambiente en los aledaños minutos antes. Pero no era verdad. Había buena entrada en el cartel de tres toreros banderilleros. Y los tres pusieron pares en el primer toro de Padilla que fue protestado por falta de fuerza y lo mantuvo en el ruedo el presidente, aunque apenas se mantuviera en pie el animal. Y después de esos tres pares en los que brilló Escribano y expuso Padilla, nada quedó. Paradísimo el de Las Ramblas e imposible la faena para el gaditano. De rodillas se puso para recibir al cuarto, un poco a la desesperada tal y como iba la tarde. Ni un toro había embestido hasta entonces. Ni uno ni medio. Con largas cambiadas recibió Padilla al cuarto y así se fue hasta los medios. La gente despertó. Pareó con solvencia y comenzó de rodillas la faena de muleta. Su voluntad estaba servida. Y hasta ahí podemos contar. Al cabo de una tanda el toro se puso de nones, se desentendió de la muleta, se hundió en su necedad y el toreo fue un imposible. Otro más. Llevábamos cuatro del tirón.

En el quinto cambió todo. Fue otro mundo. El mundo que se sacó Antonio Ferrera de la chistera. El toro de Las Ramblas tuvo nobleza, aunque mirón, y pasaba por allí con cierta largura y prontitud, eso sí a humillar se negó desde el principio. Ferrera supo encontrarse con maravilloso temple, con deliciosa delicadeza dio con la tecla y fue construyendo una faena que logró poner de acuerdo a todos. Y en Madrid. Y con la tarde en contra. El comienzo fue apoteósico y se sacó al toro a los medios sin mirar, con ese desprecio impregnado de torería que hizo de imán de toda la faena. Con la diestra, al natural, al de Badajoz le cabía el toreo en el pecho y tiraba, lo sacaba, lo gozaba, en la verticalidad, cadencia absoluta, dueño de Sevilla y reinando en Madrid. En la vida de pronto ocurre. Una estocada punto abajo. Un trofeo. Pidieron dos. Son de esas faenas que el trofeo se queda corto, pero la maestría perdura porque es ajena a los números y solo atiende a las emociones. Se frustró con el deslucido segundo.

Como si fuera una tortura salió el tercero con los mismos mimbres. Bastante cara, léase pitones, nobleza en el último tercio, quería colocar bien la cara, pero sin fuerza, sin casta para empujar, por lo que nada de lo que allí pasaba trascendía del ruedo al tendido. Solventó Manuel Escribano, el matador, y metió la mano con mucha habilidad. Puso toda la carne en el asador con el sexto, en banderillas y a fuego en los pases cambiados por la espalda. Concentró la atención en las primeras tandas y luego se paró el animal. No desistió Escribano buscando la justificación en la cercanías. Falló a espadas. Faenón de Ferrera. Y tarde de toreros.

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