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Plaza de Toros de Las Ventas

Lunes, 30 de mayo de 2016

Corrida de toros

FICHA TÉCNICA DEL FESTEJO

Ganadería: toros de Adolfo Martín Andrés. Tres cinqueños, bien presentados, de juego desigual con diferentes hechuras en cuanto a seriedad, con calidad el segundo y dificultoso el cuarto.

Diestros:

Rafaelillo: de azul añil y oro. Silencio tras aviso y vuelta tras aviso.

Sebastián Castella: de grana y oro. División de opiniones y ovación.

Manuel Escribano: de rioja y oro. Silencio y silencio.

Entrada: Lleno en los tendidos

Galería de imágenes: http://www.las-ventas.com/noticia.asp?codigo=7120

Video: http://www.plus.es/video/san-isidro-30-05-2016?id=20160530215312

Crónicas de la prensa:

El País

Por Antonio Lorca. ¡Gladiator!

Cuando Rafaelillo se perfiló para matar al cuarto de la tarde -el reloj se acercaba a las ocho y media y una ligera brisa se abría paso en los abarrotados tendidos-, la plaza guardó un silencio sepulcral. Momentos antes había acariciado el peligro inminente y tocado con la palma de los vellos la conmoción; ahora, llegaba el instante crucial, la moneda al aire de la gloria o el olvido. ¡Psss…! El torero sudaba la camisa como si fuera pleno agosto, despeinado no por el viento sino por la tensión, y muchos cruzaban los dedos para que la estocada culminara una actuación heroica, inventada sobre el arrojo y el pundonor. Rafaelillo centró la mirada en los astifinos pitones del toro, levantó la espada, mostró la muleta…

El público mantuvo el corazón encogido porque acababa de presenciar una de esas actuaciones inolvidables en las que un hombre de cuerpo entero se juega la vida sin cuento ante un toro fiero que no tenía un pase, que miraba con aviesas intenciones la figura pequeña vestida de luces y pugnaba por darle un susto para toda la vida.

Lo había recibido de salida con unos sabios capotazos con la estampa arqueada que despertaron el interés de los tendidos; acudió el toro tres veces al caballo, pero sin alegría, y cumplió no más allá del puro compromiso. Fue brillantemente banderilleado por José Mora y Pascual Mellinas, que saludaron al respetable con todo merecimiento.

Y cuando Rafaelillo tomó la muleta nada hacía presagiar el complicadísimo comportamiento del animal. Tanto es así que el torero se fue a los medios y brindó la faena a la plaza.

Pero, amigo, el toro es un gran misterio, presto siempre para las sorpresas. Y este, Malagueño de nombre, pronto se quitó de careta y se mostró como el animal más peligroso de lo que va de feria. Desconocía, entonces, el toro que tenía delante uno de los toreros con más conocimiento y técnica en el manejo del peligro. Rafaelillo estudió la situación con fugaz detenimiento, diseñó una estrategia inteligente, se abrió la chaquetilla, enseñó su corazón, esquivó malas intenciones de su rival, le robó algún natural meritísimo, vendió con picardía el extremado peligro del contrincante, hizo del miedo una catarata de emociones y, cuando había demostrado que el toro no tenía un pase, ya se había guardado al público en el bolsillo, arrebatado por el emocionante sufrimiento de una cogida que no estaba en el guión porque el protagonista había escrito un giro inesperado en cada instante.

En un gladiador estaba transformado Rafaelillo ante un toro fiero, bronco, e indómito que se rindió ante el arrojo inteligente y portentoso del torero. No tenía un pase, pero sí una lidia valerosa; y mientras el toro buscaba y rebuscaba carne, Rafaelillo volvió a robarle dos naturales que supieron a gloria tranquilizadora.

Arrebatada y conmovida estaba la plaza entera -esa sensación inexplicable que llega muy dentro- cuando Rafaelillo centró la mirada en los astifinos pitones del toro, levantó la espada, mostró la muleta… Y pinchó… ¡Oh…!

El lamento fue profundo y prolongado porque una de las orejas de ese toro tenía propietario desde que se paseó como un luchador sin mácula delante de todos. Una clamorosa vuelta al ruedo fue el premio al triunfador de la tarde, a un torero que no es artista, que nunca gozará del favor de los exquisitos, pero que hace tiempo que se ganó el respeto y la admiración de quienes consideran que esta profesión es patrimonio de los titanes.

Solo por eso, por esa lucha sin cuartel entre un hombre y un toro, mereció la pena la corrida. El resto, nada. Los toros de Adolfo Martín decepcionaron por su sosería, por su nobleza bobalicona, por su andares sin fondo y por su falta de casta, como el primero de Rafaelillo.

Decepcionó Castella, que no mostró frescura ante un lote que se dejó dar pases con muy poca gracia. Parte del público exigió al torero que se colocara donde mandan los cánones, pero hizo poco caso. Por eso, su toreo dijo poco, casi nada, aunque algunos naturales al quinto parecieran decir lo contrario. “El toreo es en redondo, Sebastián”, le gritaron desde el tendido, y tenían razón.

Tampoco tuvo su tarde Escribano. En su primero, falló por dos veces en el arriesgado par al quiebro sentado en el estribo, y salvó el honor en el sexto corrigiendo el error. Dio muchos pases, se puso tan pesado como Castella, y toda su labor pasó entre silencios.

El Mundo

Por Vicente Zabala de la Serna. Rafaelillo a puro huevo; a placer Castella

A Rafaelillo le tocó la falsa moneda. La que parece lo que no es. Un cinqueño bajo, largo, asaltillado, cárdeno clarito. Y andarín, muy andarín y gazapón. La prueba del algodón engañó en el caballo: tres puyazos corridos, al paso, para tocar pared y soltarse. La misma dormidera que en la muleta, la misma posición de su astracanada cara: a media altura Rafaelillo lo tapaba. Nunca más de tres seguidos. No los tenía el toro. Siempre por la derecha. Señalaron algunos al toro como bueno.

“Escribiente” sí que lo fue de verdad Donde el anterior topaba, el adolfo humillaba. Desde el minuto uno en los capotes. Colocaba su cara veleta en el vuelo de las fáciles verónicas de Sebastián Castella. Y otro modo de atacar en el caballo. Dos puyazos muy traseros para tan enjuto cuerpo, en largo el segundo. En un capotazo extraordinario de José Chacón se vio el toro en toda su plenitud. Calidad para hacer sedoso el toreo. El pulso de Castella se sintió en el prólogo de muleta. La despedida del desprecio a golpe sutil de muñeca. Una serie frondosa de temple, espléndido el quinto derechazo. Seis tuvo la ronda. Y el de pecho. Un poco por demás para los alfileres que sostenían la embestida. Tres y tres en la siguiente. Como un respiro en medio para la clase. Y la izquierda despaciosa. Muy al hilo Sebastián y muy templado. La trincherilla de cartel. El adolfo en Alicante hubiera sido de lío. Todo lo demás le sobró al toro y al torero. La insistencia porque sí y el aviso antes de perfilarse. Ovación para “Escribiente” y palmas para Castella. Equitativo reparto.

De “Escribiente” a Escribano. Un toro más basto esperó a portagayola a Manuel. O fue al revés. De infarto en cualquier caso. Libró la larga in extremis. Mansón el toro. De ofensivas a golpe de riñón. De escarbar a prender la mecha. Así en el peto y en banderillas. ME cuarteó por uno y otro pitón para ganar la cara con holgura al reprís del adolfo. El par sentado en el estribo acabó fallido. No una vez, sino dos. Escribano pateó una banderilla como si la banderilla tuviera la culpa. El patrón discontinuo del toro siguió en la muleta. Las excavaciones, la cara entre las manos, el empellón por dentro, el parón. El matador de Gerena lo ejecutó de un golletazo infame. Como desesperado.

De los cuatro primeros toros de Adolfo Martín, el cuarto portaba una seriedad cuajada y diferente a las de sus tres hermanos cinqueños. Rafaelillo lo paró genuflexo. Los brazos por alto. Aires de lidia antigua. Profusa la lidia. Tres veces la colocación en el caballo. Tres puyazos fuertes. El sacrificio del torismo por resucitar la vieja suerte de varas. De ahí en adelante todo lo puso Rafael Rubio. El adolfo apenas pasaba en la muleta. Un giro pronto en cada muleta. Y la lúcida inteligencia del murciano sobre tres pilares: el valor, la colocación y el unipase. Una venta muy de Madrid. Lo de cruzarse en cada pase. Cuando el toro no repite, claro. A puro huevo Rafaelillo para extirpar algún que otro muletazo largo de la roca gris. Voces del torero metido en la faena; coros del tendido que también lo jaleaban. El final al natural dándolo todo, tirando de la pesada embestida, lo puso en tesitura de la oreja trabajada. Un aviso pero sobre toro un pinchazo como impedimento. Y la estocada honda. No cuajó la pañolada. Mas la vuelta al ruedo pesó. Ya no se dan. Ni así ni de ninguna manera.

De todos los adolfos, el quinto lucía el trapío de lo viejo de Victorino. La expresión solamente. Y el temple dormido de los toros mexicanos. Esa dormidera de la falta de casta. Un privilegio por la mano izquierda. Una calidad mansita. Y Sebastián Castella a placer. Casi en las yemas la muleta. Despacito, muy despacio. Deletreando cada natural. Un ole extendido. Tres tandas de Castella para satisfacción personal. “¡Es una babosa!”, le gritaron al mansito. Una babosa izquierdosa y “supreme”. Y la plaza finalmente ovacionó al afortunado galo. Suyo fue el lote dentro de los bajos parámetros de la adolfada.

Escribano volvió a portagayola. Y por fin le salió el par del estribo. Pero se paró el adolfo de chato hocico. El exigente sector torista le dijo al ganadero que aquello era una moruchada. Uno se las recuerda peores a Adolfo Martín.

ABC

Por Andrés Amorós. Estampas antiguas de Rafaelillo en San Isidro

Los toros de Adolfo Martín, serios, encastados, de juego diverso, suscitan interés pero también una notable división de opiniones (incluidas algunas voces inoportunas). Con el más complicado, Rafaelillo saca sus recursos de lidiador clásico y conecta mucho con el público. Menos fortuna tienen Castella y Escribano, a pesar de su entrega.

En esta etapa de su carrera, Rafaelillo ha logrado consolidarse como un buen profesional, especialista en corridas difíciles. El primer toro, cárdeno –como todos sus hermanos–, de hermosa lámina, blandea un poco pero vuelve rápido; es cambiante pero tiene cierta nobleza. Rafael se dobla con acierto y consigue algunos muletazos templados. Cuando el toro tarda en cuadrar, surgen algunos pitos inoportunos. El cuarto, «Malagueño» (el mismo nombre del magnífico de Alcurrucén), alirado de cuernos, ofrece un comportamiento muy distinto: sale suelto del caballo, es incierto, espera antes de pegar el arreón. Una verdadera alimaña. Con este material, el diestro despliega su gran oficio, su valor y también los recursos que eran habituales en los lidiadores clásicos y que hoy, por ser tan raros, encuentran gran eco en el público de Las Ventas. Después de varios sustos, con gran habilidad, le saca algunos naturales, cruzándose mucho (lo más adecuado, con este tipo de toro, no lo exigible en todos los casos). La gente se entusiasma cuando machetea y le coge el pitón al toro, como hacía el inolvidable Domingo Ortega. Logra la estocada a la segunda: una estampa antigua de gran plasticidad, con el diestro avanzando hacia un toro que retrocede, para morir en tablas. No concede el presidente la oreja (podía muy bien haberlo hecho) pero la vuelta al ruedo tiene un sabor de triunfo auténtico: en una Plaza tan exigente como ésta, un verdadero éxito.

El resto de la tarde tiene matices contradictorios. El segundo es un toro bonito (no importa nada que no llegue a los 500 kilos), que galopa con alegría y cierto picante. Castella logra aceptables muletazos que suscitan una fuerte división; liga las embestidas pero le afean la colocación. Prolonga la faena, rematada con una muerte espectacular, que no se agradece. El quinto, abierto de pitones, entra al caballo regateando («como Isco», comenta un vecino), se muestra incierto pero acaba embistiendo con calidad por la izquierda, casi dormidito. Castella logra buenos naturales, a cámara lenta, que vuelven a suscitar la división. ¿Tienen razón los más exigentes, que pitan, o el resto del público, que aplaude? Creo que los dos, en cierta medida. Además del gesto, hay que aplaudir la actitud de Castella, que no se ha amilanado, y su buena técnica,pero creo que no ha entendido bien lo que el público madrileño espera –y exige– con este tipo de toros: lo que aplaudirían, quizá, en una corrida de Domecq, lo protestan en una de Adolfo Martín. Para lograr el éxito, es imprescindible tener las ideas muy claras.

El sevillano Manuel Escribano muestra su habitual entrega pero no consigue triunfar. A los dos los recibe a portagayola, aguantando mucho. El tercer toro es complicado, se frena en el capote, se lo piensa mucho, antes de embestir. (Es un «pensieroso», como el Médicis de la tumba de Miguel Ángel, dice mi amigo): para torearlo, una cualidad muy poco agradable. Escribano falla en las banderillas al quiebro; brinda a Adolfo Suárez; solventa con oficio las dificultades pero no logra acoplarse. El sexto echa las manos por delante, es incierto y reservón. Comienza Manuel la faena con dos muletazos cambiados, aprieta el acelerador pero no logra el éxito.

Recuerdo ahora las frases de Adolfo Martín: «La casta es primordial, da ese plus de emoción, de riesgo. Para el espectáculo, es tan importante o más que la bravura». Totalmente de acuerdo. Con toros encastados, no nos hemos aburrido, pero los diestros y el público han de saber ver sus dificultades.

madrid_300516.txt · Última modificación: 2020/03/26 12:11 (editor externo)