Herramientas de usuario

Herramientas del sitio


orson_welles

Orson Welles

El Americano. © Por Juan María Rodríguez/El Mundo, 10/10/201510. Fotografía de Francisco Cano. Huyendo de una beca en Harvard: Orson Welles, ogro dulce, el único dios que habitó mi adolescencia, se hizo torero en Triana, después de fingir ser actor en Irlanda, para evadirse de Harvard, para orillar la condena de una beca esperándole en Harvard, a él, genio innato y silvestre, genio sin amaestrar y desbocado.

La primera vez que supe de la delirante aventura torista de Orson Welles en España fue en el libro de conversaciones de Peter Bogdanovich con él, Ciudadano Welles se llama, está en Grijalbo y es soberbio. Ahí, y con una capacidad trepidante y alocada para la elipsis narrativa, como en esos saltos disparatados de las películas fantásticas, Welles cuenta que, tras recorrer Irlanda haciéndose pasar por él célebre actor norteamericano que -todavía- no era -¡pues si los convenció es que lo era, ¿no?!- empredió viaje «hacia Costa de Marfil, en África, seguí mi camino cruzando Marruecos y me afinqué en Triana, el barrio gitano de Sevilla» en un bonito «castillo velludo» -¡un burdel!- donde disponía de coche y pagaba copas «a todo el mundo en Andalucía». «Me costaba cincuenta dólares vivir allí como Dios en Francia», termina de describir Orson esa impresión de majestad y de opulencia, de dispendio y de magnificencia, esa impresión de resultar todopoderoso al precio de unas poquísimas monedas que tantos viajeros románticos ya habían sentido antes en la paupérrima y miserable Andalucía.

Debió ser tan principesco y tan chiflado ese Orson Welles sevillano del que apenas han quedado rastros ni vestigios, que para satisfacer su exótica afición torera -la irreprimible inclinación del gigantón vividor que fue a jugarse el tipo en toda circunstancia, la fantasía radical bulliendo en su cabeza alterada de adolescente mocetón de rifarse la vida o la muerte con la extravagancia de un viajero romántico- sólo debía comprarse los toros pagando con sus dólares, al tuntún, igual que el que se autoedita sus novelas, pero en más bestia. «Casi nada, pero durante unos pocos minutos fui un profesional, con un susto de muerte, pero viviendo el mejor tiempo de mi vida», relata, con un candor sincero, en sus sabrosos diálogos con Bogdanovich.

Orson Welles, ante «los curvos cuernos de esa perfecta catedral que es un becerro», según su descripción arquitectónica, delante de una audiencia de andaluces pueblerinos que lo sabían todo de la tauromaquia, corriendo, buscando o desplantando a la bestia con sus maneras de yanqui caprichoso podrido de dinero. ¡Lástima que no haya una sola imagen, que yo haya visto, de esa divertida travesura del genio!

Welles comprendió tan bien España -y Andalucía- que ahí lo tenemos, voluntariamente sepultado para siempre en el rincón de una finca de Antonio Ordóñez en Ronda. Se entregó a ella con la misma voracidad y la misma pasión desorbitada con la que lo emprendió todo. Aquí fue un joven feliz e indocumentado que se desplazaba por Sevilla como un manirroto señorito transoceánico. Su efímero episodio torista me ha resultado siempre tierno y fascinante, el inconsciente capricho irracional de uno de los grandes genios de la Historia, otro Rosebud misterioso e infantil de un tipo que fue canonizado -con Ciudadano Kane- apenas con 25 años y que durante otros 45 más debió sobrevivir a la amargura, la incomprensión y el fracaso de un éxito tan precoz y apabullante. Qué injusta y cruel, la genialidad.

Me gusta creer que en la, por lo que cuentan, amarga y desesperada recta final de su vida atormentada, tan repleta de incomprensiones, expulsiones -de Hollywood- y talento despilfarrado en una frustrante retahíla de películas inconclusas, en el acelerado e impulsivo corazón de Orson Welles debía latir con un fulgor único el instante fugaz en el que, chiflado e inexperto, decidió jugarse el tipo frente a frente de esa enorme catedral que es un becerro. Aunque ya hay un documental sobre el asunto, son esta clase de episodios menudos los que ratificaron a Andalucía como ese pintoresco paraíso vitalista en el que cualquier anglosajón podía transfigurar una vida insípida en una gran aventura.

A mí, que odio los toros, me hace muy feliz imaginar al sol que iluminó mi adolescencia cumpliendo su disparatado sueño, feliz y radiante, sobre la misma tierra que ahora piso.


orson_welles.txt · Última modificación: 2020/09/30 10:48 por Editor